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Desde hace aproximadamente 24 años que laboro como docente de educación especial en escuelas públicas y por lo general, cuando se concluía el curso lectivo debía sentarme en conjunto con mi compañera de Discapacidad Intelectual, para analizar, cuál estudiante podía ser “incluido” o no al dichoso sistema regular, aquel servicio que brindaba el Ministerio de Educación Pública (MEP) al estudiantado que “podía” lograr contenidos y objetivos, a lo mínimo, de cuarto grado cuando se egresara de segundo ciclo.

Era una situación difícil, por que así, cual jueces, debíamos decir quién estaba “apto” o no para lograr tan titánica tarea. Recuerdo que, en el aula, nos sentábamos mi compañera y yo con la lista del servicio que tenía a mi cargo… el de Aula Integrada (AI). Con esa lista íbamos uno por uno, colocando en columnas con la siguiente distribución:

a) Puede ir al sistema regular (ya que tenía posibilidades que con adecuación curricular significativa lograra, al menos leer y escribir) y que, aunado a ello, la persona estudiante contaba con “conductas no disruptivas” que afectaran el entorno de aprendizaje.

b) Tal vez podrá ir al sistema regular, habría que analizar mejor si el otro año no asiste de traslado otro estudiante o quizás habrá que darle un “tiempito más”.

c) Y por último, permanece en AI ya que pese a contar con buena conducta, no logrará objetivos mínimos de 4to grado.

Quizás, para las nuevas generaciones de educadores, esto sonará cruel, el tener que “escoger” el futuro de una persona estudiante, pero es que aquí venía otra segunda fase. La de “pedir, por favor” al docente regular que permitiera a Fulanito o Sutanita, ser parte de su grupo, y que mi compañera le iba ayudar con el material, el planeamiento y todo lo que conllevara el “favor” de ser parte de su población estudiantil. Aunque suene ilógico, esta tarea de convencimiento no era fácil, incluso en ocasiones se tuvo que conversar con el director o directora de curso para que la persona docente “accediera” a la petición.

Recuerdo que, en una ocasión, teníamos unas hermanas de edad similar, las cuales analizábamos cuál podría tener “beneficio” de asistir al Servicio de Integración (actualmente conocido como Discapacidad Intelectual), y la razón que pesó para ser “incluida”, fue que tenía un poco más de “soltura” para hablar. La hermana que asistió al sistema regular, se egresó de la escuela y continúo en el colegio; mientras que la que asistía a mi “burbuja”, con ese ambiente controlado, donde no se relacionaba con otro estudiantado que no fueran los 6 o 7 compañeritos y compañeritas del AI salió también con el título de Sexto (en ese entonces tenía incluso una leyenda); pero por razones familiares, se quedó en la casa. Por más que yo había intentado brindarle herramientas para socializar, no lo logré, era lógico, una cosa es la teoría y otra la práctica. Cabe destacar que en ningún momento hubo mal intención, solo fueron situaciones que calaron en mi perspectiva de cómo podía haberse beneficiado a ambas hermanas si juntas hubieran cursado en el sistema regular con igualdad de condiciones.

Los años han ido pasando, hemos visto como los Derechos Humanos y legisladores luchan por aprobar leyes que empoderen a las personas con alguna condición de discapacidad, para que así, puedan hacer realidad una educación de calidad, equitativa, flexible, que potencie las habilidades y destrezas que cada ser humano, en su individualidad cuenta. Y, por otra parte, he visto el temor o recelo de mis compañeros y compañeras docentes cuando ven ingresar a su aula un estudiante con alguna condición “diferente”.

Repito el cuestionamiento del título, es la “inclusión” para todos y todas, la respuesta es no, por que más allá de “incluir”, la correcta consigna, en afirmación, sería “La educación es para todos y todas”; y para lograr con éxito este abordaje, le solicito abrir su mente al Diseño Universal de Aprendizaje; mismo concepto que puede visualizarse en el siguiente enlace https://youtu.be/sBM4zVtGxmQ

Seamos parte del cambio donde generemos oportunidades y no barreras.