La rebelión federalista de 1840 contra el gobierno de Anastasio Bustamante fue otro más de los enfrentamientos armados que sacudieron a la capital en aquel periodo, así como el motivo para que Gutiérrez de Estrada, ex ministro de Relaciones Exteriores, planteara el regreso a la monarquía para terminar con los conflictos internos. Su intento quizá se habría perdido en el tiempo si la casa real austriaca no hubiese mostrado interés en la propuesta varios años después.
El 18 de octubre de 1840 la ciudad de México amaneció apacible, con sus calles empedradas poblándose de gente, iglesias que tañían sus campanas, comercios bulliciosos, fondas aromáticas, vendedores que pregonaban mercancías, carruajes de familias aristócratas… La capital parecía recuperarse de la sangrienta y fallida rebelión, encabezada apenas unos meses atrás por el incansable liberal Valentín Gómez Farías y el general José Urrea, que exigía regresar al régimen federal y que al cabo de doce días (15 a 27 de julio) había dejado cerca de seiscientos muertos y destrozado la esquina sur de la fachada de Palacio Nacional.
Aquel día otoñal la ciudad volvía a sacudirse, esta vez no por el fuego federalista, sino por la publicación de un folleto quizá igual o más subversivo, pues su autor tuvo el atrevimiento –¿acaso una blasfemia?– de proponer que México adoptara un régimen monárquico con un príncipe extranjero, argumentando que la asonada de julio demostró que el sistema republicano había fracasado.
¿Monarquía o república?
En realidad no era la primera vez que se pensaba en que México se constituyera como una monarquía. Ya en el siglo XVI, hacia 1541, Fray Toribio de Benavente había propuesto al rey Carlos V que enviara a alguno de sus infantes a gobernar Nueva España. Algo semejante pidió a Carlos III, en 1783, Pedro Pablo Abarca de Bolea, conde de Aranda, cuando solicitó que uno de los infantes fuera “rey de México”, otro gobernara Perú y uno más el resto de las provincias de Tierra firme.
Incluso en junio de 1821, poco antes de que se consumara la Independencia, los diputados americanos a las cortes españolas: Lucas Alamán, Mariano Michelena, Lorenzo de Zavala y Miguel Ramos Arizpe –estos dos últimos serían después destacados federalistas–, entre otros, propusieron que el rey de España nombrara a un gobernante para cada una de sus posesiones divididas en tres secciones, sin excluir a las “personas de la familia real”. Y, por supuesto, el independentista Plan de Iguala, formulado en febrero de 1821 por Agustín de Iturbide, consideró que el gobierno de Nueva España sería una “monarquía moderada” constitucional y solicitó a Fernando VII, a sus hijos o a otro miembro de la casa real para gobernar el nuevo país.
Sin embargo, tras la accidentada y fallida experiencia del gobierno imperial de Iturbide (1822-1823), de apenas ocho meses de duración, y tras la conformación del país como república federal con la Constitución de 1824, el régimen monárquico quedó proscrito y condenado por la mayoría de los actores políticos. No obstante, como lo demostrarían proyectos monárquicos posteriores y, por supuesto, el imperio de Maximiliano de Habsburgo (1864-1867), “el republicanismo y el monarquismo” fueron “las dos posibilidades de ser de la nueva nación” que estuvieron en disputa entre 1821 y 1867, según el historiador Edmundo O’Gorman.
Una “república herida de muerte”
Un mes después de la violenta rebelión federalista de 1840, el 25 de agosto Gutiérrez de Estrada escribió una carta al presidente Anastasio Bustamante para proponerle que se convocara a una convención nacional que deliberara sobre una nueva forma de gobierno para México ante la profunda crisis que vivía el sistema republicano, aún gobernado bajo la Constitución centralista de 1836. Aunque en la misiva no expuso la posibilidad de un gobierno monárquico, el documento sirvió como preámbulo al folleto que publicaría en octubre.
Gutiérrez de Estrada aseveraba en su escrito que el país carecía de hombres capaces para gobernarlo y creía que la república se encontraba “herida de muerte” por los mismos que se decían sus “apóstoles”, pues incontables revoluciones la desangraban y ni la Constitución federalista ni la centralista, así como ninguna de las formas de república que se habían experimentado (“democrática, oligárquica, militar, demagógica”) habían logrado salvarla. Incluso vaticinó que, debido a la crisis del sistema político y a la debilidad del país, en menos de veinte años la bandera de Estados Unidos ondearía en Palacio Nacional, hecho que ocurrió tan solo siete años después. La amenaza expansionista que significaba la nación vecina era uno de los argumentos más importantes del folletista para sugerir un gobierno fuerte para México.
Pero la propuesta más audaz de Gutiérrez de Estrada fue pedir que México experimentara lo que llamó un “ensayo” de monarquía constitucional encabezada por un príncipe extranjero. Esta última condición era imprescindible para evitar la discordia de partidos y que se repitiera la triste experiencia del imperio de Iturbide. En su opinión, era más “patriótico” y “decoroso” ensayar una “monarquía democrática”, regida constitucionalmente, a tener “presidentes” que gobernaran tiránicamente y por encima de la ley. Gutiérrez de Estrada decía ser de “corazón puro y sinceramente republicano” –lo cual demostró mientras sirvió a la república– y reconocía las ventajas de ese sistema de gobierno, pero lamentaba que no pudiera realizarse con éxito en México.
Asimismo, admitió abiertamente que sentía envidia por la paz que disfrutaban los principales países de Europa. Con singular interés en el ejemplo que ofrecía la historia reciente de Francia, el autor de la “Carta monárquica” dedujo que si ese país no había alcanzado aún el sistema republicano, era presuntuoso y arrogante desear que México lo adoptara, cuando su pueblo, costumbres y legislación eran monárquicos. Inspirado en los jóvenes reinos de Bélgica y Holanda, creía que en ese régimen se podía ser tan libre –o mucho más– que en una república, además de considerar la formación de lo que llamó “gobiernos mixtos” que aseguraran los intereses del pueblo a través de un parlamento. Se trataba, pues, no de un régimen tiránico, sino constitucional, que encontrara un nuevo sistema de equilibrios entre la autoridad y la representatividad política.
La intolerancia republicana
El costo de publicar ese folleto fue alto, ya que desencadenó una fuerte oleada de condenas tanto en la prensa como en folletos escritos por prominentes personajes, en especial militares. En su Cuadro histórico, el historiador Carlos María de Bustamante comentó que el escrito de Gutiérrez de Estrada había causado “grande alarma comenzando por el pueblo y siguiendo por las Cámaras”. Luego de narrar la censura que sufrió el texto y el arresto de su impresor –Ignacio Cumplido–, así como la orden de detención contra Gutiérrez de Estrada y su fuga hacia Tampico para salir del país, Bustamante afirmó que “estas circunstancias hicieron creer a muchos que fue agente de alguna o algunas potencias de Europa para soltarnos ese botafuego, y examinar el espíritu público de los mexicanos”.
En efecto, las protestas de la clase política no tardaron en aparecer. En la sesión legislativa del 20 de octubre, el senador Juan Martín de la Garza y Flores expresó que en el folleto se deprimía “el honor y la majestad de la nación”, y señaló que la monarquía no entraba en las creencias políticas del país, “que la ha proscrito para siempre de su suelo y pronunciado sobre ella un anatema irrevocable”, por lo que el impreso debía considerarse como “eminentemente peligroso, impolítico, subversivo y antinacional”. El Congreso exigió al gobierno tomar medidas contra el autor del folleto, por lo que ordenó que los ejemplares fueran recogidos y que se arrestara al escritor por atentar contra la seguridad de la nación. No obstante, al parecer el gobierno se portó indulgente con Gutiérrez de Estrada, pues fue avisado a tiempo y no tuvo impedimentos para escapar del país.
Quizá los más heridos en su orgullo por la “Carta monárquica” fueron los militares. Los generales Gabriel Valencia y José María Tornel escribieron enérgicas impugnaciones contra el folleto y el ministro de Guerra, general Juan N. Almonte –futuro impulsor del trono de Maximiliano–, aseguró que México jamás permitiría una monarquía extranjera. Para evitar una rebelión militar, el 23 de octubre Anastasio Bustamante dirigió una proclama al Ejército en la que se decía “sorprendido” por los “delirios” de Gutiérrez de Estrada, ya que se encontraban en contradicción con los principios republicanos que había expresado antes de su viaje a Europa, “y mucho más me ha sorprendido el atrevimiento con que ha difamado a todas las clases de la sociedad y denigrado a la nación a la que pertenece”. Al día siguiente, Bustamante emitió una proclama a los ciudadanos para confirmar su decisión de sostener la forma republicana de gobierno y expresar que “cualesquiera que sean las desgracias que aflijan a los mexicanos, jamás se arrepentirán de la elección que han hecho de las instituciones republicanas”.
La prensa también manifestó una agitada reacción contra el impreso de Gutiérrez de Estrada. El Diario del Gobierno afirmó que el remedio de una monarquía extranjera para México no era posible y, en caso de que lo fuera, “sería peor que la enfermedad, pues destruiría la independencia nacional”. El Cosmopolita dijo que si viniera un príncipe extranjero sin un ejército que lo apoyara, el país se vería envuelto en un “torbellino revolucionario”. El Correo de Dos Mundos consideró que si bien era natural que la imaginación del escritor se inflamara tras haber vivido algunos años en Europa, “es un grave error pretender que en veinte años se consolide el orden, la fortuna pública y, en una palabra, un sistema regular de gobierno”.
A pesar de que la monarquía como opción de gobierno para México seguramente estaba en la mente de más de una persona que deseaba estabilidad y prosperidad para el país, en definitiva no era el momento de intentarla.
Gutiérrez de Estrada murió en Francia en mayo de 1867, poco antes de la estrepitosa caída del Segundo Imperio. Tristemente, pasaría a la historia como el incansable promotor de una monarquía mexicana durante su largo exilio en Europa y un conservador recalcitrante a quien sólo se recuerda como el “servil” personaje que, al frente de una delegación de imperialistas nacionales, ofreció el trono de México al archiduque Maximiliano en el Palacio de Miramar.
Se ha olvidado, sin embargo, que su folleto de 1840 fue una de las más incisivas y honestas críticas al sistema político de su tiempo y que en él buscaba una solución para hacer efectivas las ideas de libertad, asegurar los derechos de los ciudadanos y buscar alternativas pragmáticas para lograr el ansiado progreso económico y social que anhelaba para su patria, a la que jamás habría de volver.
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